
Nada más llegar a Michigan, me preguntaron que cuál era mi deporte de invierno favorito.
Yo: Ninguno, gracias.
Ellos: ¡Imposible! Tienes que tener uno. Y si son dos, mejor que mejor.
Yo: ¿Para qué? ¡Qué rollo el deporte!
Ellos: Si no te gusta esquiar, patinar sobre el hielo, tirarte en un dónut gigante por una ladera nevada o hacer muñecos de nieve en el jardín, tienes todas las papeletas para acabar como el protagonista de El Resplandor.
Vamos, que si quieres sobrevivir a los interminables inviernos de por aquí sin volverte majara, te tiene que gustar practicar alguna actividad relacionada con la nieve sí o sí. Cualquier cosa con tal de mantenerte distraído y no morir de asco vale. Así que he pensado que mi deporte de invierno salvavidas va a ser ver Netflix bajo una manta bien gorda, hacer cuevita en el salón y llenar el congelador de víveres. Y escribir. Y comer plátanos. Igualito que el protagonista de El Resplandor, solo que en una casa más pequeña y sin pasillos ni moqueta. A lo mejor me inspiro mirando por la ventana el camión quitanieves pasar, calle arriba y calle abajo, venga a retirar toneladas de nieve. ¡A veces hasta derrapa!

Personalmente, no sabía lo que era el frío hasta que llegué aquí. Frío de ponerse los dedos azules y los pezones duros como rocas. Frío de helarse ríos y mares. Frío de solidificarse los mocos o las barbas hasta convertirse en estalactitas. Frío de atravesarte los huesos y los organitos. Frío de rompérsete el pelo si no te lo secas a conciencia antes de salir de casa. Frío nivel darse cacao manteca por toda la cara, por si acaso. Frío Arendelle. Frío de congelársete las ideas si las tienes. Frío de tener que meterte en un cajero de camino a casa porque no sientes las pantorrillas y te duele la cara. Mucho frío.

El primer error que cometí fue fiarme de lo que veía por la ventana. Y no me refiero al camión quitanieves, calle arriba y calle abajo, sino a dar por hecho que, cada vez que veía un rayito de sol asomando a lo lejos, eso calentaba. O pensar que cada vez que veía pasar corriendo a un o una inconsciente, en mallas y calcetines tobilleros, estaban bien de la cabeza (ya pueden caer copos de nieve más grandes que mi cabeza o hacer menos tropecientos grados bajo cero a las tres de la tarde, que más de uno y de una sale a la calle con mallas de hacer yoga y calcetines tobilleros). Y espérate que no pase alguien en pantalón corto y cara de “ay, qué calor” mientras le sale tanto vaho por la boca que parece una locomotora de vapor. Y tú con más capas que una cebolla (sin contar gorro, guantes ni mascarilla) y estalactitas en la barba, flequillo y/o bigote.
He llegado a la conclusión de que los habitantes de esta ciudad están tan acostumbrados a las bajas temperaturas porque han desarrollado genes de pingüino. O puede que tengan parte del ADN de un esquimal o el genoma de una morsa.

Nota mental: cuando tu compañía eléctrica te manda emails avisándote de la nada remota posibilidad de que no puedan atender la demanda de calorcito porque es más que probable que los cables de los postes eléctricos se congelen y se queden pajarito, o cuando en el móvil te salta una alarma informando de que se avecina una tormenta de nieve del copón, o cuando hasta el ayuntamiento o los bares cierran por algo llamado vórtice polar (y tú no sabes lo que es eso pero te suena a superfrío), eso es que va a hacer fresquito.
Pues ya se ha vuelto a congelar el lago. Es un clásico; si no se congelan los lagos (y las pestañas) ni es invierno ni es nada.

Las fotos son de mi primer invierno en Michigan, de cuando me preguntaba que qué hacía yo aquí y si habría mucha diferencia entre pasar un invierno por estos lares y darse una vuelta por la Antártida. Por cierto, según los americanos, hay siete continentes. Resulta que América cuenta como dos y también está la Antártida, pero vamos, que ahí no vive nadie. A mi no me importaría ir, la verdad, que ya estoy aclimatado y allí tengo menos probabilidades de tener vecinos con perro. Los perros me gustan, más que los gatos de hecho, pero los de mis vecinos los odio. Ya podían irse todos a la Antártida a ladrarle a las focas. Aunque pobres foquitas, qué culpa tendrán. Ojalá tuviera vecinos con foca en vez de con perro.
4 respuestas a “Capítulo 16: Ay, ¡qué calor!”
Creo que no voy a quejarme más del «frío». Bueno, sí, me voy a quejar, que para eso lo sufro en el patio del colegio, pero no como ese frío, por suerte.
Lo de pagar la inocentada pensando que no hace frío porque vemos a los nativos en camiseta, también pasa aquí. Ahora ya he aprendido. Qué resistencia al frío tiene esta gente.
Me gustaMe gusta
Te lo estoy diciendo, tienen ADN de esquimal o de morsa, madre del amor hermoso… esto no es normal. Luego los llevas a Córdoba en agosto y los matas, claro. ¡Qué digo en agosto! En marzo 😛
Me gustaMe gusta
[…] Previo Que el calorcito te acompañe hasta mayo por lo menos […]
Me gustaMe gusta
[…] ni limonada. Y, aunque parezca mentira, el faro que se ve en la foto de abajo, a lo lejos, es ESTE MISMO FARO. Ver para […]
Me gustaMe gusta