
Hoy me he sentido un poco personaje de Cars, esa película de Pixar tan denostada: me han vacunado en un garaje. Éramos todo coches menos yo, que de momento no tengo ruedas. Básicamente me han aparcado en una plaza de parking y me han pinchado. Era algo así: coche, coche, coche, coche, coche, coche, yo, coche, coche, coche, coche. No deja de tener su gracia el ir a ponerte una vacuna contra un virus mortal y tener que esperar veinte minutos, respirando los tubos de escape de una docena de coches, sentado en una silla. Pero bueno, de algo hay que morir. Lo que queda comprobado, una vez más, es que en este país no hace falta bajarse del coche para casi nada; con sacar la cabeza o el brazo por la ventanilla ya vale. Esto me recuerda que una vez vi a un chico conducir con una pierna fuera de la ventanilla, así que también se puede sacar una pierna, supongo. Aunque yo quería la vacuna de Dolly me ha tocado la de Pfizer, pero tampoco nos vamos a poner tiquismiquis. Además, me han dado una barrita de cereales para reponer fuerzas y he robado otra. Ni tan mal.

Grease, el guion
Estoy leyendo el guion de Grease (una copia, claro está) que encontré hace tiempo en una tienda de segunda mano, y anonadado me hallo. Y eso que al principio ya nos avisa de que se trata del cuarto borrador, que habrá cosas que luego no estén en la película y viceversa. Según esta versión, Danny conoce a Sandy mientras trabaja en una hamburguesería… ¡y es zurdo! Madre mía, primera noticia. Y hay un personaje nuevo que es la dietista del instituto Rydell que para ser dietista está gordísima. Y Marty, ni corta ni perezosa, planea irse con el ejército a conocer hombres alrededor del mundo. Y Frenchy se hace dentista, no esteticista, toma ya. Y Rizzo y Kenickie bajan del tiovivo vestidos de novios, como en carnaval. Y al final Danny y Sandy no se van volando cómodamente en un coche, sino que se suben al monte andando y llegan con la lengua fuera después de cantar dos canciones casi seguidas. Yo creo que la mayoría de los cambios fueron para bien.

La pequeña Debbie es una niña pelirroja y pecosa, con cierto aire sureño, especializada en obstruir las arterias y en fabricar los gordos del futuro. Difícil no fijarme en ella cada vez que voy al supermercado, básicamente porque tiene una linea de productos amplísima capaz de acaparar el pasillo de las galletas y las magdalenas ella sola. Nos sonríe desde una esquina de la caja a sabiendas de lo que está haciendo: repartir felicidad y grasas saturadas a diestro y siniestro. Yo no sé cómo se las apaña la pequeña Debbie para que le quepan 220 calorías en cada minibollito, pero su mirada pícara y la sonrisa angelical no dejan lugar a dudas: “ojalá revientes”, parecen estar diciendo. Imposible no cogerle cariño.