
Si hay algo más laborioso que hacer una foto con una estrella o con el cartel de Hollywood (donde tienes que elegir si quieres que el cartel salga lejos o muy lejos), es hacerte una foto con las manos y los pies de los astros de Hollywood. No porque haya que hace nada especial, sino porque el Teatro Chino (que es donde están las manos y los pies con pedigrí) es uno de los sitios más concurridos de todo Hollywood. A saber: el primer día lo cerraron porque preparaban el preestreno de una película, el segundo día también estaba cerrado porque era el día del preestreno de la película en cuestión, el tercer día estaba abierto pero habían tapado el suelo con una alfombra (roja, por supuesto) porque venía Hugh Jackman a hacer sus cosas y se lo tapizaron.
Cher
Y el cuarto y último día pude, por fin, colarme un momentito para comprobar, patidifuso, que Cher y un servidor tenemos la misma talla de manos (¡por poco me voy sin saberlo!). Pensé en no lavarme las manos nunca más, pero no me quedó más remedio que echarme gel hidroalcohólico cinco segundos después de inmortalizar el momento (por un tema estrictamente pandémico).

Mis manos (bueno, y las de Cher) son pequeñas, ¡pero es que las de Julie Andrews eran diminutas! Supongo que es porque normalmente todo lo de los famosos de otras épocas nos parece más pequeño a día de hoy (recuerdo que, cuando vi el vestido de Blondie y las botas de Ana Curra, pensé que estaba en el museo de Barbie o de alguna muñeca insultantemente flaca, era todo como ropa de Lilliput. Es increíble que pudieran caber ahí dentro).
La pequeña tienda de los horrores
Cuando le estaba haciendo la foto a la estrella de Alan Menken (autor de las magníficas canciones de La pequeña tienda de los horrores y de casi todas las películas de Disney de los noventa, ahí es nada), un señor que vivía en la estrella de al lado escupió tan fuerte que me temí lo peor. Y otro disfrazado del Joker me dijo una cosa muy fea por llevar una camiseta de Batman. Y otro nos quiso vender una bicicleta que llevaba escondida dentro del abrigo. Nunca había visto tanta gente hablando sola por la calle ni gritando ni rompiendo cosas. Miraras donde miraras, había algo de acción.

Total, que creía que la alfombra roja la ponían para darle caché a las entregas de premios y para que quedara más bonito todo por la tele, pero ahora ya sé que la ponen para tapar la mierda que hay debajo. Las aceras de Hollywood son como el suelo de una discoteca a las tres de la mañana, te puedes quedar pegado para siempre a cualquier hora. Si en La La Land cantan City of Stars y no City of la inmundicia será por una cuestión de rima o de métrica… si no, no lo entiendo. También vimos una rata (grandecita) aplastada en medio de la acera, entre estrella y estrella. Una rata literalmente estrellada, vaya. Ahora el metro de Nueva York me parece que está como una patena comparado con el de Los Ángeles, que es (y me quedo corto) el inframundo.

Xanadu
Venice es la típica playa que sale en las series donde siempre es verano y todo el mundo va en bicicleta o en patines, como en Xanadu. De hecho, creo que algunas escenas se rodaron por aquí, entre palmera y palmera. Esta parte de la ciudad es tan bonita y huele tan bien que por un momento se te olvida dónde estás. Solo ves kilómetros y kilómetros de playa (y sus correspondientes casetas de socorrista como los de Los vigilantes de la playa repartidas por aquí y por allí). Eso sí, más que surfistas, gente ahogándose o socorristas corriendo a cámara lenta (que es lo que uno espera ver en un sitio así), lo que abunda son parejas de enamorados pedaleando en tándem por el carril bici. También jipis danzando en el parque (luego me enteré de que estamos estrenando la Era de Acuario, que es algo que ocurre de Pascuas a Ramos y que lo trastoca todo: desde el clima hasta la economía mundial o el precio de los pimientos). Pero vamos, viendo cómo nos han ido las cosas en la era anterior al de Acuario, no sé si esto debería preocuparnos o aliviarnos.

Y al lado de la playa de Venice está la playa de Santa Mónica, famosa en el mundo entero por la noria que hay en el puerto y por ser donde acaba la archiconocida Ruta 66. Aquí, más que patinar o andar en bicicleta de dos en dos, lo que les gusta a los oriundos es pescar, una actividad que se hace en soledad (y con tres millones de turistas mirándote). Mientras admiraba el océano, anonadado por su infinita belleza, un pescador con escasa experiencia por poco me da con la caña en la cabeza, pero me gustó el sitio.
¡Continuará!