
Recuerdo que, cuando era un moco, debajo de las tapas de los flanes te podía tocar el reloj solar de Willy Fog, convirtiéndote, automáticamente, en el niño más feliz y envidiado del barrio (hasta que descubrías que teniendo un reloj solar en el País Vasco te quedabas sin saber qué hora era la mayor parte del año, pero bueno, lo importante era presumir delante de los otros niños que no tenían reloj solar ni nada, pobrecitos).

Pues esto de la foto es lo mismo pero en fachada: una señora que lo mismo tiende las sábanas que te dice la hora. Eso cuando hace sol, si está nublado no te dice nada, claro, pero no deja de ser una fachada rebonita.
Treinta años después, me mudé a Michigan (que es igual que donde viven las princesas Elsa y Ana todo el año menos tres o cuatro meses), y viví en un edificio con piscina comunitaria, la cual tampoco valía para nada la mayor parte del tiempo (a no ser que te gustara el patinaje o morir congelado o criogenizarte como Walt Disney, padre espiritual de las princesas Elsa y Ana).

Lo que sí que sirve todo el año, haga sol o esté nublado, haga frío o calor, es un libro. Y si es de humor, ¡encima te ríes! He aquí unos trocitos:
«—Yo solo digo que hace meses que no muere nadie en el bloque… —insinuó doña Gwendolyne.
—¿Y?
—¡Que ya toca!
Doña Eulalia le lanzó una mirada reprobatoria a su hermana, una de tantas de su catálogo, y abrió la ventana de par en par para airear un poco la cocina. Los ladridos del perro de doña Petra, la vecina del segundo, se oyeron en todo su esplendor.
—Te estás obsesionando.
—Lo que tú digas. Pero yo creo que ese perro ladra porque tiene hambre. Y la pobre Petra no le puede dar de comer porque está muerta en la bañera.
—¡Y dale!
—Se la van a encontrar con las piernas torcidas y esa redecilla tan cursi que se pone en la cabeza con tal de no asumir que le quedan cuatro pelos. Y mal repartidos. Qué horrible es envejecer, Lali. Además de calva… difunta. ¡Qué horror!
—Me estás poniendo de los nervios, Gwendo. Haz el favor de no decir más barbaridades.
—Mira que le dije que pusiera plato de ducha; y ella que no, que no le apetecía hacer obra, que la última vez que vinieron a cambiarle unos azulejos le desapareció una figurita de porcelana carísima que tenía en la entrada. Cree que se la robó uno de los albañiles, concretamente uno que tenía cara de checoslovaco, pero que ella no es racista, dice. Y ahora mira, ¡muertita!».

«Doña Eulalia se tomó su tiempo para pensar.
—¡No saquemos conclusiones precipitadas! Esa menestra huele que alimenta, por cierto.
—Ay, yo no podría vivir sola…
—Lo sabemos.
—No sé qué voy a hacer el día que faltes. ¿Y si me resbalo en la bañera?
—¿Y qué quieres que yo haga?
—Ni siquiera tenemos un perro para que avise a los vecinos si a una de las dos le pasa algo. ¡Espero que no tengas la poca vergüenza de morirte antes!
—Jamás se me ocurriría.
—Cada día le doy gracias al cielo por tenerte, Lali. Quiero que sepas que eres lo mejor que me ha pasado en la vida, fíjate si habré bajado el listón. —El perrito faldero de la vecina de arriba volvió a entonar otra sesión de ladridos—. ¿No te parece terrible sufrir un accidente doméstico y que nadie se entere hasta que pasen varias semanas o hasta
que algún vecino de olfato fino se queje del hedor a putrefacción que emanan las cañerías? ¿O que nadie sospeche nada hasta que el cartero se queje de que el buzón está inundado de propaganda y que no le caben las cartas del banco? Te lo pregunto porque antes he bajado y he sustraído cupones atrasados del buzón de Petra. Esta semana, si compras dos docenas de plátanos… ¡te regalan otra docena!
—¿Para qué queremos tres docenas de plátanos?
—Esa no es la cuestión.
—¿Y cuál es?
Doña Gwendolyne pensó que si fueran tres docenas de melocotones no habría queja alguna, que su hermana no estaba siendo imparcial. Puso varias caras de susto diferentes en el reflejo de la tapa de la olla exprés y eligió la que le pareció más apropiada para la ocasión.
—A lo mejor la pobre Petra no puede bajar al buzón porque está despatarrada en el cuarto de baño, desnuda y con un perro faldero ladrando y royéndole los deditos de los pies… ¡Todo encaja! —elucubró.
—¡Santo cielo!
—Estas cosas salen en el periódico todos los días: gente que se cae y no se vuelve a levantar. Y a la mañana siguiente, ¡esquela que te crio!
¿Adoptamos un perrito, Lali? ¡Un perro guardián!
—¡Uy! ¿Pero qué dices?
—Hablo en serio.
—¡Ni muerta!».
«—¿Crees que tengo codos de señora mayor, Lali?
—Tienes setenta y ocho años.
—No te he preguntado eso.
—Tienes codos de señora de setenta y ocho años. ¿Contenta?
—No me gustan mis codos. Gracias a Dios que no los tengo que ver todo el tiempo.
—Es lo que tienen los codos.
—Pero veo los tuyos y me acuerdo de los míos.
—¿Y? A mis codos no les pasa nada.
—Tienen más pliegues que un acordeón; se nota que los tienes totalmente desatendidos.
—¿Te digo yo cómo tienes las almorranas?
—No te pasaría nada por ser un poquito más presumida.
—Y yo opino que pasamos demasiado tiempo juntas.
—Te voy a regalar una crema rejuvenecedora de codos por tu cumpleaños… si tal cosa existe, claro. Y si no, pues una para los talones agrietados, que una crema es una crema. Y cuando no estés, te la cogeré a escondidas y me la pondré yo también… en los codos y en los pies. —Doña Gwendolyne intentó sonreír maliciosamente, pero con escaso éxito. Siempre que lo hacía le entraba la tos y se boicoteaba a sí misma—. ¿Crees que tengo pies de señora mayor?
—Los años no pasan en balde.
—¿Eso es que sí o que no?
—Tus pies aparentan la misma edad que tus codos, ni más ni menos.
—Entonces prefiero que no se me vean. Quiero zapato cerrado. En el ataúd, digo. La tapa abierta y los zapatos cerrados.
—¡No soy tu secretaria!».

«—Ayer fui al mercado y se me olvidó el monedero en casa —comentó doña Eulalia—. Dejé a deber medio kilo de rodaballos y tres kilos de melocotones, qué vergüenza.
Doña Gwendolyne dijo que eso no era nada. Y confesó que ella lo que se dejaba olvidadas en casa últimamente
eran las ganas de vivir.
—Da igual dónde vaya. Miro y no están.
A lo que doña Beatriz contraatacó diciendo que para despistada su
peluquera, que menuda avería le había hecho en la cabeza la muy desgraciada.
—¡La nueva me tenía que tocar!
—¿Es por eso que no te has quitado la pamela en todo el día?
Doña Beatriz no se había quitado su pomposa y aparatosa pamela azul en el funeral de Ramón, y tampoco durante el trayecto a casa por mucho que el taxista le había advertido, en repetidas ocasiones, de que le tapaba el retrovisor, que hiciera el favor de quitársela, que iban a tener un accidente por su culpa. Y ella que no, que prefería el accidente.
—Me hace juego con los zapatos. ¿Os gusta?
—Es espectacular. ¿Pero no tenías otra que no fuera de ala ancha?
—¿Cuántas pamelas crees que tengo?
—Te la podías haber quitado dentro del tanatorio. No sé si te diste cuenta de que, cada vez que te girabas, le dabas a alguien en la frente o en el cogote, dependiendo de si estaban de frente o de espaldas —informó doña Eulalia.
Doña Beatriz no se dio por aludida.
—Quién, ¿yo?
Doña Eulalia hizo números:
—A la viuda de Ramón se la has metido en el ojo dos veces: una mientras le dabas el pésame y la otra al despedirte. A Marisol la has golpeado tres veces, y a Puri dos… Y eso que te haya visto yo, seguramente hayan sido más. Una de las veces estaba bebiendo de una pajita y al darle en el cogote por poco se hace una PCR ella sola.
—¡Pobre Puri!
—¿Conocéis a alguien que haya salido tuerta de un velatorio?
—¿A Puri?
—¡Cuando yo me muera ni se te ocurra venir a despedirte con eso en la cabeza!».
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